Esta fue una de las 10 finalistas del concurso
"Cartas de amor de Mont Blanc", escrita por Luisa Elena Sucre, vecina de la parroquia El Recreo de Caracas.
Querida,
Te conocí por esas cosas del destino... Fuiste tú, precisamente tú y no otra cualquiera, quien me recibió con su abrazo de mar y tierra cuando fui arrojada a la vida sin preguntas, sin sondeos, sin acuerdos. No importó, tú estabas allí.
Recuerdo con emoción, cuando a mis 9 años, me regalaste mi número de cédula ¡qué detalle! ¡qué regalo único para mí! Lo guardaré toda mi vida como un tesoro... Vino acompañado por mi foto de niña con aquella pollina que cortineaba mis ojitos y poraquel jeroglífico juguetón de mi primera firma, orgullosa y oronda, que se extendía debajo de mi color de ojos, de mi estado civil y de mi nombre generoso en letras amables para el oído de estas tierras.
Pero nada como recordar la sensación alucinante de ser tuya aquella vez que en el primer censo de mi vida, tú me contaste como 1, yo estaba allí, metida feliz e inocente en las entrañas de aquel número grandote que le regalaste a los ávidos estadísticos, acompañada por millones de otros unos y unas.
Y fui creciendo, descubriéndote y haciéndote mía a su vez: Primero fue tu lengua, tu lengua única, tu osadía y manifiesto de que un idioma común nos separaba (y nos separa) del resto de los hablantes oficiales del castellano: "Chévere" , "vaina", "bicho", "coroto", "ladrar",
"épale", "pana", "chamo", "pelúo", "melao", "coñazo", "cambur",
"vergatario"... fueron palabras que coleaste temprano en mi
diccionario con esa complicidad tuya que te caracteriza y que me derrite con sus guiños. Te adoro Chama...
Y por la boca, además de la palabra, me diste luego el deleite de
manjares exóticos, eclécticos, traviesos: la arepa bivalva capaz de ofrecer como perla cualquier delicia que quepa adentro, las
hallaquitas amarradas y con instinto de libertad, diversas en el sello del chicharrón, el ají y la nada repleta de potencialidades; ni hablar de la cachapa que lagrimea de alegría gotas de mantequilla dispuestas a arrejuntarse con el queso de mano o guayanés, las negritas refritas y brinconas, las tajadas dulces y fieles, la carne con sus mechas al viento y la hallaca, la reina absoluta de los sabores, la que no pela un diciembre y nos descubre adictos cuando no la tenemos. El ron, la rumba, las frías, la salsa adobando las caderas, los panas, la familia
y los panas de la familia también, y los panas de los panas y así
sucesivamente... así tú, toda tú.
Y ese verde amazónico y húmedo, y ese azul espumado en tu orilla, y ese blanco de copo en tus cimas, y ese negro de tu oro profundo, y el marfil de tus dunas inquietas, y esa tú, toda tú.
Y hablando de colores querida ¡si que has cambiado últimamente! te has vuelto bipolar, te pones roja, te pones azul ¡y morada con la mezcla!
Desde que me enamoraste y te conozco, has ido creciendo en número, en colores, en símbolos, en estrellas, en puntas, en extremos, en experimentos, en ganas, en contradicciones, en sueños, en odios y también en amor es, en créditos, en carros, en muertes y también en nacimientos. El asfalto de tus vías se ha llenado de pasos que marchan tras el sueño de vivirte próspera y segura para todos: unos para allá, otros para acá... sordos todos de tanto oirse sin escucharse, ciegos de tanto verse sin observarse y mudos de tanto gritarse sin hablarse.
Y en realidad yo no sé bien por qué hoy te digo todo esto; tal vez lo que pasa –aunque suene ridículo- es que te quiero, te sigo queriendo con tus luces y tus sombras, con tus eclipses, tus noches y amaneceres, con todos tus colores y colorcitos, te quiero con mis miedos y esperanzas, con mis talentos para darte y mis ganas de quedarme a tu lado para no tener que buscarte luego en otros supermercados, en unos pocos días de verano, en los apellidos de una guía telefónica, en internet, en los noticieros, en el acento, en las conversaciones, en los rincones, en todas partes... Te quiero grande,
pertenecida y perteneciente, te quiero, mi Venezuela.
No pude evitar que se me salieran las lagrimas.
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